miércoles, 20 de octubre de 2010

Mariano Ferreyra

Tal vez nos cruzamos el 25 de Mayo en el acto de la Multisectorial de Capital.
Sin duda, en el 72, hubieras estado en aquella aula de la UTN en la que en un pizarrón, un trosko del PO nos explicaba, a los secundarios, como era la fórmula de la plusvalía.

Acompañabas a los tercerizados que pedían dignidad en su trabajo.
Y a los despedidos, que pedían trabajar.

Sabemos quien apretó el gatillo, quienes pusieron las balas y quienes se enriquecen con la rapiña de la dignidad del trabajo.
Son los mismos que apoyaron el golpe de 1976, que lo gestaron o se borraron, pero que se enriquecieron con las privatizaciones y que siguen asociados al saqueo de nuestra patria.

Dirigentes impúdicos de tan ricos. Y un pueblo tan golpeado... Que nos sigue dando hijos maravillosos, como vos, Mariano. Que estudiabas y laburabas y militabas y tenías esa valentía de cada día, de ser solidario y construir. Una valla insalvable para los alcaguetes de Inglaterra. Una valla que los cipayos debían derribar con sangre. Y fue la tuya, compatriota. Es difícil repetir aquello de que por la alegría luchamos y vamos al combate, cuando nos invade así la pérdida, la tristeza.

(Mariano Ferreyra tenía 10 años de militancia acumulados a pesar de sus cortos 23. Empezó siendo casi un nene. Con apenas 13 años fue elegido delegado en la escuela en la que estudiaba. Apenas pudo se sumóa las filas del Partido Obrero, el mismo con el que hoy se acercó a apoyar a los trabajadores ferroviarios tercerizados. Metalúrgico de profesión, había hecho un curso en la municipalidad de Avellaneda para tener un oficio, le contó a Clarín.com Norma Giménez, otra militante del Partido Obrero como él. Aunque estaba desocupado, Mariano buscaba trabajo en lo suyo en un intento por pagar sus estudios universitarios. Cursaba el CBC para seguir la licenciatura en Historia. Hijode una docente, vivía a pocos metros de la escuela Simón Bolívar. Mariano vivía con sus padres y su hermana menor en Sarandí, Avellaneda y aún extrañaba a su hermano mayor, casado, que ya no vivía con ellos. El joven había llegado hasta Avellaneda para apoyar a los trabajadores que reclamaban ser incorporados a la planta permanente del servicio de trenes, como en su momento participó del corte del Puente Pueyrredón cuando asesinaron a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, los manifestantes que murieron en la llamada Masacre de Avellaneda. Además, había colaborado con comedores sociales y organizado varias marchas y movilizaciones estudiantiles. En el 2006, había intentado evitar el desalojo de la ex fábrica Sasetru ubicada en Sarandí, la localidad que hoy está de luto por su muerte.)

sábado, 16 de octubre de 2010

Luis Urzúa, el minero 33

Se paró frente al presidente Sebastián Piñera y, de jefe a jefe, le dijo:
“Espero que esto nunca vuelva a ocurrir”.
Y también:
“Estoy orgulloso de vivir en este país”.
Después, Luis Urzúa se abrazó con Piñera, abrazó fuerte al ingeniero Andrés Sougarret, de la Corporación del Cobre, abrazó muy fuerte a su hijo, habló con ellos y con otros y rompió el protocolo médico. Nada de camilla. Nada de apuro. Terminó de pie cantando ese himno que pone a Chile como “tumba de los libres” o como “asilo contra la opresión”.Si fuera por la vida de Urzúa según la contó para el diario El Mundo de España el periodista Jorge Barreno, hasta anoche su país fue más tumba que asilo. Su padre era dirigente sindical del Partido Comunista. Está desaparecido desde el comienzo de la dictadura de Augusto Pinochet, que el 11 de septiembre de 1973 derrocó a Salvador Allende.
Su padrastro, Benito Tapia, era dirigente sindical de los mineros del cobre y miembro del Comité Central de las Juventudes Socialistas. En octubre de 1973 lo asesinaron en el cementerio de Copiapó y lo enterraron en una fosa común sin ataúd junto a dos compañeros. Fue una de las víctimas de la Caravana de la Muerte, el escuadrón de exterminio que partió de Santiago en helicóptero al mando del general Sergio Arellano Stark y fue matando selectivamente a dirigentes sociales y funcionarios de Allende.Tapia tenía 32 años. Luis Urzúa, 17. Luis, a quien los asesores de la NASA caracterizaron como “un líder natural”, tiene 54 años y es minero desde 1979. Era el más experimentado de los 33 mineros que quedaron bajo tierra, fue quien los organizó desde el derrumbe y quien resolvió, como lo narró con elegancia a Piñera, “administrar las provisiones”. También contó que lo primero que se preguntaron, cuando las piedras taparon el fondo de socavón, fue qué habría pasado con los demás. Se habían salvado, pero ellos lo ignoraban. Estaban bajo un mar de polvo que tardó tres horas en disiparse. Y además, con razón, no confiaban en los propietarios. “Cuando escuchamos ruido, unos días después, pensamos que estaban trabajando en la mina”, contó Luis. Es decir, imaginaron que no buscaban mineros vivos sino más cobre justo ahora, cuando el mineral que Allende llamaba “el sueldo de Chile” alcanzó su precio internacional más alto en los últimos cincuenta años.
La historia no es una línea recta. Allende nacionalizó la gran minería del cobre (no la San José, que en Chile es considerada minería mediana) en 1971. Designó al frente de la empresa estatal Codelco a uno de sus asesores jóvenes, Jorge Arrate. La nacionalizació n aceleró el golpe. Pinochet dio marcha atrás con buena parte de las decisiones económicas de Allende, pero no reprivatizó el cobre, que
siguió asegurando divisas a Chile y financiamiento a las Fuerzas Armadas. Lo estableció una cláusula por ley. Codelco siguió formando cuadros técnicos y transmitiendo oficios y saberes y durante los últimos dos meses organizó con éxito el rescate que el sector privado chileno era incapaz de afrontar. Ahí abajo, a 622 metros de la superficie seca de Atacama, un hijo de víctimas de la dictadura escribió un día un papelito informando que los 33 estaban vivos y organizó la rutina cotidiana sin dejar de alertarse cuando decaía la moral del grupo.
Nelly Iribarren, su madre de 78 años, relató que “yo me imaginaba cómo mi negro debía estar dando vueltas por el refugio pasando lista a sus compañeros, racionando la comida y entregándoles labores, porque él es así, mandón pero ordenado”. Describió a Urzúa como “muy disciplinado” y dijo que “en la casa era el que llevaba la batuta entre sus seis hermanos”.
Sociedad con tradición autoritaria, que a veces parece fragmentada en castas, Chile no trató bien a sus trabajadores y se ensañó con ellos –con su vida, con sus organizaciones, con su salario, con sus condiciones de trabajo– desde 1973.
Para un minero no es novedad la vida de otro. Mario Castillo, dirigente de los estatales de Río Turbio, recordaba ayer que cuando él empezó en el oficio todavía largaban un pajarito a las galerías. “Si vivía es que había oxígeno sufriente”, dijo. “O prendíamos una llama y veíamos el color para darnos cuenta de si había gases peligrosos en el ambiente”, dijo también. En junio de 2004 murieron en Río Turbio 14 trabajadores. La empresa que había sido concesionaria hasta 2002 perteneciente a Sergio Taselli, deslindó responsabilidades. “La seguridad mejoró después del accidente”, dijo Castillo.
Según la OIT, que encabeza el chileno Juan Somavía, existe constancia de que más de dos millones de personas mueren por año en el mundo por causa directa de sus condiciones de empleo o por enfermedades contraídas en él. Nadie puede decir seriamente que la simple exposición de un problema a mil millones de personas a la vez, en transmisión desde Copiapó, dejará ese problema resuelto. Pero si la política y la acción sindical se sumaran con eficacia a la exposición pública contarían a su favor con un dato evidente: el rescate que terminó anoche hizo más visible para el mundo cómo es la vida de un minero y qué riesgos corre cuando aumenta la desproporción entre la rentabilidad empresaria y la seguridad de los trabajadores.
Por eso Luis Urzúa, el minero 33, el último del grupo que dejó el socavón, el último al que le gritaron “Chichichi/lelele/ Minerosdechile”, se merece un buen pisco.
(autor: martin.granovsky@ gmail.com)